Sergio Esteban Vélez



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Bio/biblio

SERGIO ESTEBAN VÉLEZ. Nacido en Medellín, en 1983. Comunicador de la Universidad de Antioquia, especializado en Lenguas Modernas, en la Universidad de Sherbrooke (Canadá).

Es columnista semanal del periódico El Mundo, de Medellín, y crítico cultural del suplemento literario de ese diario, “Palabra y Obra”. Colaborador de otras publicaciones.

Publicó su primer libro de poemas, “Destellos nocturnos”, en 1996, cuando tenía 12 años de edad. En ese entonces, era conocido como “el Niño Poeta”. Luego, saldrían a la luz: “Entre el Fuego” (1998), “Sinfonía Mística” (1999), “Urdimbre bajo la piel” (2005) y “Estancias cerradas” (2007), los dos últimos con ilustraciones del maestro David Manzur.

En el campo de la Historia y del Arte, publicó, en el 2008 “El Color en el Arte Moderno Colombiano”, con prólogo del ex presidente Belisario Betancur. Su libro de entrevistas “Manzur, en sus propias palabras” fue merecedor de una beca de excelencia del CODI de la Universidad de Antioquia. Es autor, además, de seis libros inéditos.

Ha sido finalista en algunos concursos de Poesía. En 2005, la Asociación Nacional de Profesionales Integrales lo honró con el “Premio al Humanismo Integral”.

Ha ofrecido más de setenta recitales y presentaciones poéticas, en Colombia, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Canadá, país donde reside actualmente.

Ha sido director ejecutivo de la Academia Antioqueña de Letras y director de Cultura del Colegio Altos Estudios de Quirama. Miembro de diversas academias e instituciones culturales.

Entre los comentarios críticos que ha recibido, destaca el la poeta colombiana Meira Delmar, en el prólogo del libro “Historia cóncava”, lo califica como uno de los mejores poetas jóvenes de Colombia. Por su parte, Olga Elena Mattei, en el periódico El Mundo, escribió: “Los poemas de Sergio Esteban Vélez son mucho mejores que los míos”.


Poemas


EL ALMA PESA VEINTIÚN GRAMOS


El alma pesa veintiún gramos,
afirman los filósofos
esotéricos.
La energía suprema
encadenada a un cuerpo
y sólo dos postigos
trémulos
le muestran un rincón
desierto
del universo.

La pseudovida
sometida al tiempo;
los sueños,
a unos huesos,
y el amor,
a unos átomos de humo.

Todo en un cenicero.

Son sólo veintiún gramos
eternos.

::


MADAME BUTTERFLY
(A Yukio Mishima)


Las simas
submarinas
de los ojos azules
de Pinkerton
eran tus únicos confines,
en ellas
naufragaba tu espíritu,
y en cada noche negra,
cuando te acariciaban
los vientos oceánicos,
te quedabas dormida
recordando esa única
fruición de pensamientos
en que entregaste el nimbo de tu pecho
a aquel capitán gélido.

Y soñabas la hora
sublime
en que el furtivo amado
subiría corriendo
por la colina verde,
llamándote agitado,
implorando tu abrazo
indisoluble.

Ya lo veías.
Ya podías sentir
su beso entre tus labios
y el gozo de tu sueño
sobre su torso tibio.

Preparabas la casa
que albergaría
su delicia
por novecientos noventa y nueve años,
olvidabas la gloria
de tus ancestros,
y renunciabas a tu propia esencia,
ante la dicha eterna
de aquel
anatema.

Y llegó el día:
en el paisaje gris
se percibía
la silueta de un par de enamorados
que ascendían veleidosos
hacia su nuevo hogar,
y cuando estaban próximos
a tu morada
pudiste ver
la intemperancia
del que tanto esperabas,
posesionarse de tu estancia
con su “auténtica esposa americana”,
y te ignoraba frío,
como un desconocido.

¡Ah! Butterfly,
tu corazón ingenuo
ya no podrá latir jamás;
ningún elíxir milenario,
ninguna planta extraña
del Japón
alcanzará la estación
de florescencia,
para cicatrizar
el loto de tu entraña desgarrada.

Con una banda blanca
le cubriste los ojos
al hijo que lloraba,
invocaste tus genes
en samuráis guerreros,
y con la misma fuerza
de su grito
empuñaste el puñal contra tu vientre,
cumpliste el hara-kiri
y descendiste al suelo
para siempre.

::


WILDE


Por aquella osadía
de amar a tu manera,
te maldijeron,
condenaron tu cuerpo,
te escupieron,
creyendo que podrían
hacer girar tu esencia,
pero nada alcanzó
a vencer tu genio:
ni el frío
que enrojeció tu piel
y lastimó tus huesos;
ni las jornadas sobrehumanas
que rindieron tus párpados
y sellaron tu aliento;
ni la deshonra
que punzó tu ego;
ni la soledad,
que te causaba abatimiento;
los pseudoespirituales anatemas
tampoco lo pudieron,
ni el desprecio de aquellos que gustaron
de la supraexcelencia
de tu verbo.

Ahora ni siquiera,
temiendo el sacrilegio,
podía pronunciarse
tu nombre,
ni repetir tus versos.

Tu mente conocía la verdad
y era más libre
que las conciencias atrofiadas,
de enmascarada corrupción
de los sordos borregos,
y los ilógicos ingenuos,
que estaban
afuera.

Y floreció
con más impulso
tu grandeza,
y tu alma creció
hacia la inmarcesible
dimensión
eterna.

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